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John Kaimos
12 julio 2013
¿Qué tres cosas te llevarías a una isla desierta? Esta es una de las preguntas más tópicas con la que nos encontraremos a lo largo de nuestra vida, junto a la de "¿a quién quieres más, a mamá o a papá?" o a esa otra de "¿qué quieres ser de mayor?". Suponiendo que aún existan islas desiertas o, cuanto menos, lugares donde perdernos durante mucho tiempo, la pregunta es una excusa para conocer cuáles son nuestros gustos vitales y nos invita a establecer en ellos una clara jerarquía, a sacudirnos toda la quincalla realmente prescindible. Puede que alguno lo llegue a tener claro y sepa responder sin apenas dudar, pero estarán de acuerdo conmigo que la mayoría de las personas tendrán serios problemas para elegir categóricamente los tres elementos de su vida que rescatarían para siempre. Y no por falta de criterio, que podría ser. Es que en nuestro equipaje vital hay tantas cosas rescatables que resulta difícil decantarse por una en especial, no vaya a ser que, una vez en la famosa isla desierta, nos demos cuenta del error de la elección y añoremos aquella que no trajimos. La respuesta correcta es, pues, un ejercicio de reafirmación personal determinante, como por ejemplo -y perdonen el símil- elegir la canción que nos gustaría que se escuchara en nuestro funeral; algo que nos defina y represente ante el fugaz paso por esta vida.
Esto es lo que debieron de pensar los miembros del comité de expertos de la Universidad de Cornell, Nueva York, cuando en 1977 fueron convocados por la NASA para elegir unos pocos elementos representativos de la especie humana y del planeta Tierra y enviarlos en unas naves más allá de los límites de nuestro sistema solar. El propósito era usar las sondas de la misión Voyager como si fueran "botellas con mensaje" que navegan erráticas por los océanos en busca de un destinatario que pudiera leer el contenido. Si al límite de la heliosfera resulta que existen vidas inteligentes, estas recibirían el mensaje de nuestra civilización dentro de las pequeñas naves exploratorias. La idea no era nueva, pues en las sondas Pionner lanzadas en 1972 con dirección a Júpiter y Saturno, ya se incluyeron placas con grabados de una pareja de humanos a modo de tarjetas de visitas para seres extraterrestres. Pero esta vez no querían quedarse en meros dibujos y, dado que el destino era más lejano y las posibilidades de encuentro tal vez mayores, decidieron que un comité presidido por el profesor Carl Sagan respondiera a la pregunta de la isla desierta y escogiera las cosas que nos definen mejor para que otros mundos nos conozcan como merecemos.
Disco de oro de las sondas Voyager: mensaje en una botella
Como las sondas eran pequeñas y tampoco se trataba de meter en ellas un tigre, una sequoya o una obra de Miguel Ángel, la NASA les facilitó un poco las cosas: se limitarían a escoger imágenes y sonidos y grabarlos en un disco. Eso les daba una margen más amplio a la hora de elegir, aunque no mucho (recordemos que entonces la capacidad de almacenamiento de cualquier soporte no era una maravilla). Con las imágenes no tuvieron excesivo problema (se insertaron 116 fotografías de diferentes formas de vida y aspectos de la sociedad humana) pero con los sonidos la cosa estaba más peliaguda. Hubo cierto consenso en insertar mensajes hablados en diferentes lenguas a modo de saludo para quien pudiera encontrar las sondas y de algún que otro audio de fenómenos naturales, máquinas y otros vehículos. Al final quedaban 90 minutos de grabación para incluir una muestra de uno de los aspectos más significativos de la especie humana: La música. Y como sobre gustos no hay nada escrito, la papeleta del comité era importante. ¿Cuál elegir? ¿Qué obras nos representaban mejor? Tras sesudas deliberaciones finalmente se seleccionaron 27 temas de diferentes culturas; desde música clásica europea (Bach, Mozart o Beethoven) hasta melodías populares de Sudamérica, pasando por mantras tribales de Nueva Guinea o Zaire. Representando a Estados Unidos, que no podía quedar fuera de esta jukebox espacial, se eligieron Dark Was The Night, Cold Was The Ground (del bluesman Blind Willie Johnson), Melancholy Blues (interpretada por Louis Armstrong y sus Hot Seven) y, como guinda final, Johnny B. Goode, de Chuck Berry.
Johnny B. Goode, de Chuck Berry (1958)
Chuck Berry, un espectáculo en directo
Charles Berry -Chuck para los amigos- nació en The Ville, un barrio de clase media de St Louis, en 1926. De padre diácono de la iglesia baptista y de madre maestra de escuela, se inició en la música desde bien pequeño, formando su primer grupo con amigos del colegio a los quince años. Para un afroamericano de la década de los cuarenta pertenecer a una familia estable y con trabajo debería haber sido sinónimo de pocos problemas, pero Chuck tenía un carácter especial, con unas ganas innatas de comerse el mundo al precio que fuera. Y por el camino más corto. Con tan sólo dieciocho años fue detenido acusado de tres atracos y de un robo de vehículo a punta de pistola. Pasó tres años en un reformatorio, durante los cuales pensó que el sueño americano se tenía que alcanzar rápido, sí, pero de una manera algo más convencional. Ya en libertad, casado y con un hijo, se pluriemplea y consigue salir adelante en poco tiempo, volviendo al redil social de The Ville. Mientras tanto, continuaba con su guitarra tocando blues de T-Bone Walker en varios garitos de la ciudad. En el Cosmopolitan conoció al pianista Johnnie Johnson con el que comenzó a explorar un nuevo estilo en boga a principios de los cincuenta. Le llamaban rock and roll (en inglés americano, el movimiento de vaivén de una embarcación) y era un cócktel de géneros americanos que se caracterizaba por su ritmo eléctrico y transgresor. El público negro acudía a los locales como el Cosmopolitan para escuchar rhythm and blues, un tipo de rock más próximo a los géneros propios como el jazz, el blues o el gospel. Los blancos, en cambio, preferían la variante hillbilly, basada en los ritmos country y western, tradicionales de las zonas rurales del Medio Oeste y las montañas de Los Apalaches. El segregacionismo de la época no impedía que algunos negros acudieran a los locales blancos y viceversa a escuchar cómo iba evolucionando ese nuevo tipo de música en el ecosistema propio de cada comunidad. Berry y Johnson eran asiduos de los ambientes country, donde asimilaron los ritmos y melodías de los blancos para después combinarlos con el rhythm and blues. En 1955 sorprendieron a la audiencia del Cosmopolitan con Maybellene, una adaptación negra del tradicional folk Ida Red. La propuesta se recibió satisfactoriamente por parte de los habituales al local, pero el éxito fue todavía mucho mayor entre los blancos, que se congregaron en masa a ver a Chuck Berry y sus pasos de pato.
Maybellene, el primer éxito de Chuck Berry (1955)
Cartel de la película Go, Johnny Go!
Johnny B. Goode nos habla de un chico humilde del profundo sur (chico negro en la versión original, después políticamente corregido a chico del campo) que toca la guitarra como los ángeles y al que todos auguran un gran futuro como estrella de la música. Es el spot publicitario perfecto del atractivo sueño americano tan omnipresente en los años cincuenta. Berry adereza la historia del pobre chico con elementos autobiográficos para identificarse con él, como el apellido Goode (nombre de la calle en la que nació) o la referencia irónica a las melopeas que agarraba su compañero Johnnie Johnson las noches de juerga (Johnnie, be good; Johnnie sé bueno). Pero ya sabemos que los orígenes del de St. Louis fueron un poco más pudientes que los de Johnny y el futuro sólo se lo complicó él mismo cuando se dedicó a compaginar el solfeo con la delincuencia.
Su madre le dijo:
Algún día te harás un hombre
y serás el líder de una gran banda;
Mucha gente vendrá de kilómetros a la redonda
y te oirán tocar hasta que el sol se ponga
Quizá algún día tu nombre esté en un rótulo luminoso
diciendo: "Esta noche, Johnny B. Goode".
Keith Richards: toda la vida tocando Carol, de Berry, para que venga el maestro y te corrija
Con Johnny B. Goode, el sueño americano de Berry se hizo del todo realidad. No sólo por llegar con ella al 8º puesto del Billboard Hot 100, sino por conseguir que su nombre se identificara para siempre con el nuevo género. John Lennon, uno de los músicos más influidos por el de St. Louis, llegó a decir que "si hubiera que escoger otro nombre para el rock and roll, sin duda sería el de Chuck Berry". Otros artistas como Eric Clapton, Brian Wilson o Keith Richards tuvieron a Berry como pilar de referencia en el desarrollo de su carrera profesional. Reconocido por los más grandes, a Berry sólo le quedaba que su música la apreciaran otras inteligencias. Por eso allá van Johnny y su guitarra, en los discos de las Voyager, dispuestos a comerse el universo, a triunfar en siderales escenarios. Sería de justicia poética para con la cultura humana que al final vinieran de verdad los extraterrestres a conocernos y que dijeran que fue por culpa de Johnny B. Goode. Que de todas las cosas maravillosas que rescatamos en una nave, el rock and roll era motivo suficiente para salvar a nuestra especie del anonimato al que condena el infinito.
Johnny Winter, otro de los muchos johnnies que homenajearon a Chuck Berry
Lista Spotify de varias versiones de Johnny B. Goode:
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